viernes, 8 de agosto de 2008
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La noche no terminaba de cerrarse y él, bajo el peso de su soledad: esa tortuga gigante que eligió su espalda para vivir. Las patas delanteras abrazaban su pecho, uñas clavadas en cicatrices con bordes rugosos, costras viejas entre carne y costillas, las patas traseras rodeaban su cintura y la boca desdentada y con mandíbula filosa le mordía el cuello por la nuca permanentemente, para recordarle su misión, llevarla donde sea que sus piés eligiesen. No había opciones salvo por momentos ignorarla y sentirla parte de uno mismo, como si lo anterior hubiese sido una disociación involuntaria del cuerpo y el alma, del querer y del no poder. El tiempo pasaba y él envejecía, la espalda dolía en cuotas cada vez más altas y la soledad que engorda día tras día. Las piernas reniegan por turnos, cansadas; el aliento aspero es cada vez menor y la respiración en su pecho se desinflaba como globo viejo. Seguía porque había que seguir, porque el látigo de la vida así lo exigía.
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