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No me has dedicado ninguno de tus desvelos.
No he probado la sal de tus lágrimas de escándalo.
No has impregnado con tu desolación mi piel.
No he plantado los filos debajo de tus pies.
No has querido ver cicatrices donde rebrotan mis caminos heridos.
No he saboreado tu desasosiego.
No te has perdido en mis vacíos sin descanso.
No me he filtrado por la rendija de tus encierros.
No me has asfixiado con tus cadenas de egoísmo.
No he mortificado tu pasado.
No me has supuesto adonde preferías.
No he estallado en ninguno de tus alaridos.
No intoxicas mi presente imprudente.
No provoco tu ahora indecente.
No he encontrado tu pérdida.
No encontrarás la mía.
No lo haré.
No lo harás.
Y hasta aquí llegamos. ¿Y ahora qué?
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viernes, 8 de agosto de 2008
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La noche no terminaba de cerrarse y él, bajo el peso de su soledad: esa tortuga gigante que eligió su espalda para vivir. Las patas delanteras abrazaban su pecho, uñas clavadas en cicatrices con bordes rugosos, costras viejas entre carne y costillas, las patas traseras rodeaban su cintura y la boca desdentada y con mandíbula filosa le mordía el cuello por la nuca permanentemente, para recordarle su misión, llevarla donde sea que sus piés eligiesen. No había opciones salvo por momentos ignorarla y sentirla parte de uno mismo, como si lo anterior hubiese sido una disociación involuntaria del cuerpo y el alma, del querer y del no poder. El tiempo pasaba y él envejecía, la espalda dolía en cuotas cada vez más altas y la soledad que engorda día tras día. Las piernas reniegan por turnos, cansadas; el aliento aspero es cada vez menor y la respiración en su pecho se desinflaba como globo viejo. Seguía porque había que seguir, porque el látigo de la vida así lo exigía.
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