miércoles, 11 de noviembre de 2009

(...)

Estoy tan seguro cuando hago bien y otro tanto cuando me equivoco. La culpa y mis absurdas acusaciones rebotan contra mi cuero sentido con desesperación, como un gato doméstico recién arrojado a la jaula de los perros salvajes. A ciertos Cristos no hay que crucificarlos, basta con marcharse religiosamente y sin despegar los labios.
Y te extraño con las uñas clavadas en mis palmas y la mirada echada en la vereda, arropado de soledad.
¿Cómo hacer para que los pensamientos no te lastimen para que lastimes, cómo se apaga el fuego con más fuego? Todos somos idiotas más y más de una vez.
Y te extraño con la cara perdida entre mis rodillas, nada existe para mi sin vos.

lunes, 9 de noviembre de 2009

No dormirás

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Son varias las noches que no duermo. Si tuviese que contarlas con los dedos de la mano, me sería mucho más fácil y decoroso contar los días que si duermo en la semana. La noche de insomnio se vuelve pegajosa como un chicle al sol en verano, como un papel matamoscas, me aplasta la cara contra la almohada y me la refriega para un lado y para el otro. El caldero del fastidio no llega a hervir, es un círculo vicioso de calor, incomodidad, fantasmas añejos y algunos recién salidos del cascarón que me rodean y bailan destartalados a mi alrededor mientras con los ojos aun cerrados espero no estar ahí por mucho tiempo.
Y el reloj que nunca ayuda.
Nunca.
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viernes, 6 de noviembre de 2009

Imaginó

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Imaginó perderse en el viento de la tarde. Renacer aire y volar sin destino ni sentido, ni rastros brillantes flameando detrás de su andar. Pasar desapercibido y flotar de espalda, invisible, no afectar a ninguno de los cinco sentidos de todos los que anidan alrededor.
Ser ajeno al presente e imposible a la memoria, como el recuerdo de algo que nunca sucedería.

Imaginó perderse en el viento de la tarde.
Mientras, caía rodando por la garganta de la noche.

*

martes, 3 de noviembre de 2009

Por qué no hay que abusar de una valija.

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Abrochó su camisa recién planchada, aun conservaba cierta tibieza, el aroma del apresto y algunas arrugas tercas. Metió la mano con la agilidad de un carterista en los bolsillos vacíos de sus pantalones y los estiró. Pasó la yema del dedo índice por la lengua humedecida, la cargó con saliva y peinó sus pobladas cejas: un ritual de mierda que copió de su padre, a quién también le había sido heredado por su abuelo.
El espejo le sugería que no estaba bien, como ayer y como mañana seguramente, pero no era posible un recambio de cara, así que no le dio importancia; maldijo más por costumbre que por convicción y lo evitó mientras el reflejo de su espalda se alejaba.
La agujas del reloj eran apresuradas flechas que se clavaban en su nuca, filosas, en las costillas y en las sienes, los minutos esparcidos por el piso como tachas se incrustaban en la planta de los pies y lo obligaban a acelerar el paso desparejo; los segundos se evaporaban y llenaban su garganta con la arena reseca del atraso.
Cargó su valija con todas las presiones, decepciones, miedos y frustraciones arrastradas con las que salía todos los días al mundo y se tiró de panza sobre ella para poder cerrarla. De no muy lejos parecía un gran vientre desnutrido de cuero, abandonado a su suerte, hinchado, a punto de estallar y pintar las paredes de la habitación con gusanos triturados de muchas patas. Cada día era más pesada y sus fuerzas se empobrecían. Pero no podía detenerse, nunca podía cambiar.
Nunca.
Él imaginó salir corriendo como un galgo, pero apenas llegó al tranco de una mula avejentada y cansada que ya no responde a los latigazos del dueño, más bien los recibe con gusto, como si el dolor permanente ocupara el lugar de su único amigo incondicional e inseparable. Anduvo todo el día como todos los malditos días por las calles memorizadas por las suelas, caras por acá y más-caras por allá, nuevas, viejas, grises y agrietadas, la misma sopa que se pone rancia y carcome el paladar de los infelices y de señalados necios.
Él no arrastraba a la valija, sino al revés. Y ella estaba cansada de soportar ese peso vivo y muerto. Su panza hinchada no toleraba ningún huésped más, ni consecuencias, ni dolores, ni un solo fracaso extra que quisiera acomodarse entre todo el equipaje fetal. Los cierres de dientes negros y apretados se encontraban al límite de la tensión. Había perdido hace mucho el brillo. El cuero que alguna vez fue Aberdeen Angus pastando al sol en la provincia de Córdoba, devino en una tela reseca, descolorida y ajada por donde se la mirase. Un bulto hinchado de frente, por detrás y a los costados, un tumor que tomó el lugar de la vida del infeliz.
Y así la noche.
Entró y dejó la luz apagada. Sólo la punta del cigarrillo alumbraba levemente cuando pitaba. Era verano y la humedad lo envolvía todo como una mano pegajosa e invisible que acaricia constantemente y esparce una delgadísima capa de flema viscosa a su paso. Dejó caer la valija sobre la cama y se desvistió hasta quedar en ropa interior y en medias de algodón azules. Vació los bolsillos del pantalón, del saco y el único de la camisa sobre la cama sin tender. Problemas, deudas, dolores, agresiones, decepciones, malestares y contradicciones recién nacidas se esparcieron sobre el colchón; se movían como pulgas amaestradas en perro nuevo. Él acercó la valija hacia sí, sacó las trabas de seguridad y el inflado vientre chilló. Reunió con las manos a todo el nuevo bagaje de cuestiones, que se había desparramado por la cama y que sumaría al gran pesar de todos los días.
Fue rápido, sin sonido y sin escándalos.
Ante los petrificados ojos del sorprendido, la valija marrón separó sus dientes, se abrió como una planta carnívora, y se lo engulló.
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lunes, 26 de octubre de 2009

Ya he pasado los cuarenta. Deberían empezar los dolores.

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Y de todos los laberintos reales y ficticios que solía encargarse con esmero de constructor, la conclusión, la salida es siempre la misma al final de cada uno. Es toparse una y otra vez con la nítida y triste imagen de su persona: alguien a quién todos merodean como moscas, pero que nadie quiere.

Ya he pasado los cuarenta, deberían empezar los dolores.

Los espero como lo hice con cada cosa que tarde o temprano se atravesó en mi vida: con un poco de ansiedad y una mínima esperanza… por si acaso. Cada pelo está en su lugar, mis rodillas articulan como a los veinte y el pito se me levanta como desde aquella vez, la primera noche que vi a una mujer desnuda. Era un tanto rolliza y brillante, sentada en un taburete, acodada de espaldas sobre la barra de un bar dentro de mi baño y detrás de un nylon protector en la portada de aquella revista conseguida por el difunto David, de contrabando. Mi primera novia fue la masturbación. El primer lechazo al aire antes que el primer beso en la boca. Pegó sobre el plástico a la altura del hombro de la señora inspiradora y chorreó hacia abajo. Pasó por el sobaco y siguió deslizándose arrimado al lado derecho de su cuerpo carnoso y desnudo hasta alcanzar sus pies, dejando un recuerdo de estela de baba de caracol que pasó recién.
Nunca me sentí solo porque jamás estuve acompañado. Un perro no extrañaría volver a maullar, ni a un vómito de sangre jamás se le antojaría regresar a la boca del convulso, llegar hasta el estómago, filtrarse por las úlceras y volver a las venas.
La tristeza es literatura, como el dolor, la melancolía o la sífilis. Mientras el libro permanece abierto, ocupa toda nuestra atención y más, hasta que alguien lo cierra como a una puerta con violencia. Y el fin de las emociones. Mientras tanto las implacables deficiencias humanas forman fila desordenada y estorban como de costumbre: las ganas de comer, cagar, dormir, coger y pensar en cortarme todas las venas.
No deberías haberte ido, olvidaste llevarme y te adueñaste de todas las lágrimas agusanadas que eran para los dos. Lo tendré en cuenta para la próxima, cuando seamos rinocerontes o margaritas.
Utilicé todo este tiempo e hice un castillo enorme de arena, en un mundo de arena con gente de arena. Todos vinieron a verlo, de todas las latitudes fueron llegando. De día y de noche llegaban con sus caballos, poderosos sementales de arena seca; fuertes y relucientes. Las damas con capelinas de arena amasada y los niños con palas y baldes de juguete, se rascaban entre si y se robaban su propia arena unos a otros. La multitud arenosa impresionaba, vivaban y gritaban por mi, me aclamaban casi con desesperación. Ansiedad, nerviosismo, gritos y hasta empujones. Una muchedumbre de arena frente a mi gran castillo vacío. Querían apoderarse de todo. Detrás de sus dientes bien enfilados y relucientes, del rictus de admiración, se agazapaba como un animal rastrero la envidia más pura, la maldad sin diluir. El sol ardía perpendicular sobre sus cabezas de arena. Y decidí salir.
Me convertí en una ola de mar de seiscientos metros de altura, tapé al sol y me detuve a un milímetro de la ensombrecida multitud. Los vi aterrados. Sus bocas de arena se abrieron todas a la vez pero nadie pudo decir nada. Aterrorizados, no había sol ni cielo azul. Su horizonte era todo yo y mis millones de litros de agua salada para arrasar con su insignificante y atroz vida de arena, herida, ensombrecida, corrupta y granulada.

Ya he pasado los cuarenta, deberían empezar los dolores.

Uno elige, siempre elige, lo quiera hacer o no. Las justificaciones son una mierda y sólo sirven para tranquilizar a los otros. Y para que yo las odie. Sería abonarme a un suicidio inconcluso justificar ante mi mismo mis actos, no me creería ni el suspiro de ninguna palabra y quedaría en evidencia mi innata estupidez.

La peor de las caídas es la que no termina nunca. Damos vueltas, hacemos arcadas, golpeamos contra las paredes del precipicio que somos, nos desgarramos la carne y hasta perdemos las uñas. Queremos creer que es el mundo el que gira en su descontrol. Uno es su propia caída: interminable y dolorosa, intensa y persistente; hasta llegamos a maquillarla y enmascararla con el antifaz arratonado de la quietud, en los mejores casos con un peregrino y cotidiano ascenso a la montaña de la mierda.

Ya he pasado los setenta, deberían empezar los dolores.

Creer en la justicia de la vida sería como creer que el fuego podría enfriar. Es tranquilizador saber desde chico que no vine a este mundo para nada en especial y que cada día no es más que un placebo de diferente gusto que el de ayer y el de mañana. Me hubiese encantado derretirme sobre un libro de esos románticos que solía leer en mi adolescencia tardía. Pero siempre despertaba. Días tras día volvía a ver el techo de mi cuarto y a un costado: y ahí mi libro encantado y acá yo. Otra vez. Hubiese sido príncipe o dragón, rey o mancebo, acalladas risas nocturnas o lágrimas de emoción. Nada de todo eso me pertenecía. Mi propia imaginación lo devolvía todo, como si fuese prestado por no se quién. Y cada mañana fui perdiendo sin querer la inocencia. Cada nueva vez me dolía un poco más volver a abrir los ojos.

Ya he pasado los cuarenta. Deberían empezar los dolores.

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martes, 20 de octubre de 2009

No tientes a la Asfixia

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Cuando la culpa te carcoma los huesos y la tristeza abrace tus hombros con su brazo helado, para acompañarte adonde quiera que tus profundidades te absorban. Te rodeará en silencio como el mar al que se ahoga.
La aflicción se apoderará de tu carne y tus sentidos. El consuelo flotará invisible dentro de una burbuja de detergente que refleja el sol de los otros, y estalla delante de tus ojos. Y arden. Y todo se vuelve confuso y viscoso. Te sobra el mundo, la piel, tus zapatos y las uñas.

No tenés nada, ni soledad.

Te sobra el mundo, la piel, tus zapatos y las uñas.
Apoyás la mano en el espejo para reconocerte. Tu imagen es el recuerdo de un trapo sucio que pasó por ahí hace mucho, una baba reseca y estirada.

No grites. No tientes a la asfixia
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Cuando Vos.

Cuando me enojo como niño. Cuando pienso con los pies. Cuando siento y debo pensar. Cuando pienso y debo sentir. Cuando hablo con la boca llena de esquirlas de fuego. Cuando asoman los demonios. Cuando nacen los miedos. Cuando pierdo la cara entre mis manos. Cuando soy lágrimas que se persiguen en mis mejillas. Cuando mi alma desaparece. Cuando me lleno de vacío. Cuando me convierto en susurro. Cuando me derrito de amor.

Cuando siempre. Estás a mi lado.

martes, 28 de julio de 2009

A Mariana

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Ahí te encontré
en el rincón del descreimiento,
al alcance de todas las manos.
Imposible en tu ternura.

Boca fina en candados.
El canto que se repite,
el alma vacía;
degenerada.

Ahí te encontré

Aprendida a olvidar.
Aprehendida
y olvidada.


Y olvidabas.


Tristeza que se esconde
e inunda,
como un océano de noche.

Ahí te encontré.

En el frío de un suspiro
de ausencia.
En el llanto de un bebé,
huérfano de mí.
En un pétalo de cristal,
tu fiereza.

Ahí te encontré.

Ahí.
Me encontré.

- * -

martes, 10 de febrero de 2009

Adivinanzas Ciegas

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Yo le voy a contar a usted lo que pasó, pero le voy a pedir que no me fume acá adentro; es una cuestión de salud. Y de respeto ¿vio?
Estoy seguro de que todo fue planeado por la madre, a mis espaldas, a la suya y a las de todos. Cuando éramos chicos decía en el barrio que era mi novia y yo me lo pasaba desmintiéndolo: ella era más grande y usaba aparatos, imagínese. De adolescentes coincidíamos en la escuela y éramos parte del mismo grupo de amigos. Luego ella se casó y yo me mantuve soltero; pero sé que aún perdura esa añeja atracción hacia mí, por eso hizo lo que hizo.
-Te traigo a esta burra que tenés de sobrina a ver si aprende algo con vos, porque los maestros ya no saben qué hacer, y me va a repetir el grado si sigue así. Mañana tiene prueba de lengua y a duras penas sabe leer y escribir. Hacé lo que puedas, llamame cuando terminen, y vos: ¡prestá atención y hacele caso eh!
Entramos. Nos sentamos en la sala. Ella puso la carpeta sobre la mesa pero no la abrió. Sólo me miró y vi en sus ojos la expresión de un niño que hizo o que está a punto de hacer algo incorrecto. Dobló una pierna y colocó el pie por debajo del muslo de la otra, como en posición de indio a medio terminar. Su rodilla relucía y no se le veía ni un solo pelito en la pierna, tan lisa.
Prueba de lengua, a ver. Las palabras treparon por su garganta rápidas y desordenadas, como hormigas coloradas que desmenuzan el cadáver de un insecto.
Análisis sintáctico y comprensión de textos breves, nada del otro mundo. En un ratito te lo explico, practicamos un poco y listo, no hay de qué preocuparse le dije. Ella sonrió y vi que también usaba aparatos, o “brackets” como la industria de la moda estética los rebautizó. Se enderezó en la silla y estiró hacia abajo la remera blanca que llevaba puesta, que a mi entender era un talle menos del que le iría, porque se veía muy ceñida y marcaba unos delicados senos jóvenes que habían despertado al crecimiento hacía muy poco. Imaginé los pezones indefinidos de niña debajo de la remera, suaves como pétalos e inevitablemente empecé a excitarme. Me contuve.
Le expliqué la diferencia entre modificador directo e indirecto, los diversos tipos de sujetos, el uso de los adverbios… pero no me prestaba atención. Acodada sobre la mesa, el mentón apoyado sobre la palma de la mano y con aire distraído miraba lo que yo escribía… y a mí. Con un dedo enrulaba incansablemente un mechón de pelo. Y a decir verdad, a mi también me estaba aburriendo la situación.
Recreo.
Prueba de lengua. Esas palabras seguían carcomiendo al moribundo insecto de mi sensatez. Prueba de lengua, prueba la lengua, prueba mi lengua. Mientras la remera blanca se le ajustaba un poco más y los pechos de niña crecían otro centímetro hacia mí.
Propuse un juego de adivinanzas. Ella se animó de repente, y claro, ¿a qué chico no le gustan los juegos? Se llama El Juego de las Adivinanzas Ciegas. Es muy sencillo: dos personas: una cierra los ojos y la otra pone un objeto en la mano de la primera, y tiene que adivinar de qué se trata. Empecé yo. Ella puso en mi mano un pequeño elefante de porcelana que tomó de la repisa y adiviné rápido. Era su turno entonces. Cerró los ojos y con una sonrisa pícara extendió su mano con la palma hacia arriba. Busqué sobre la mesa algún objeto pero nada me convencía. Miré hacia abajo y vi sus shorts, coloridos y bien calzados, estampados con unos personajes de Disney o algo similar. Ojotas playeras amarillas en los pies.
Saqué de mi bolsillo un pequeño cortaplumas que suelo llevar por si acaso y se lo puse en la mano. Ella se lo pasaba de una mano a la otra sin decir nada. Mmm es de metal y está tibio… pero no avidinaba. Mmm a veeeer; un encendedor dijo. Y perdió. ¿Cuál es la prenda? No hay prenda, jugamos por jugar le dije. Ahora es mi turno. Cerré los ojos y extendí mi mano. Ella la tomó con las suyas y cada célula de mi cuerpo recibió una descarga de adrenalina, no lo esperaba. Ciertos encuentros físicos son como sustos. Toqué piel áspera, aun me duraba la conmoción del primer contacto y no pude distinguir de qué se trataba. Los dos estábamos en silencio. Ella guiaba mi mano, sólo las yemas de mis dedos tocaban e inspeccionaban en círculo. Yo había adivinado que se trataba de su talón pero le puse un poco de misterio extra a la situación, la disfrutaba, y esperé un par de minutos mientras intentaba sosegar la revolución en mi organismo. En vano.
-Ahora yo. Dijo y estiró su mano. Tenía la palma colorada y brillante de sudor, hacía calor. Acerqué mi silla un poco más hacia ella y esquivé a mi consciencia. Hay momentos en que el hombre deja de ser hombre, para convertirse en un esclavo del instinto, en un robot a cuerda, en un perro adiestrado desde que nació.
-Cerrá bien los ojos. Es la última, si adivinás hay premio. Yo sabía que estaba perdido, que ellas habían logrado su cometido, pero nada podía hacer al respecto. Siempre sospeché de la madre pero jamás me esperé que se vengara de mí a través de su hija. Tomé su mano caliente y cerré yo también los ojos. Tuve que pararme. No abras los ojos o perdés. Sonreía, y sus brackets relucían al resplandor de la tarde que se colaba por la ventana.
De pie frente a ella, atraje despacio su mano hacia mi, hacia abajo. Le di lo que me exigía en silencio con su carita de inocente desde que había llegado. Casi me desmayo al primer contacto, otro susto de madrugada me invadió y se me aflojaron las piernas. Me alejé un poco y sólo con las yemas de los dedos índice y mayor pudo tocarme. Yo dirigía su mano todo a lo largo, de arriba hacia abajo. Paraba, y otra vez igual. No abras los ojos o perdés. ¡No los voy a abrir! Y sonrió nuevamente, pero con lujuria ¿me entiende? Ella disfrutaba tanto como yo. Si eso es lo que había venido a buscar ¿vio?
-¡Es la rodilla! Callé. ¡Es el codo! ¡El hombro! Seguí callado y puse mi mano libre sobre la suya que tapaba los ojos, y presioné. No los abras. Pero perdí… No los abras, tenés una última oportunidad, ¡haceme caso eh!
Mi cuerpo se tensó, me sentí como en una máquina de torturas de antaño, de esas donde ataban de pies y manos al torturado y lo estiraban hasta el desgarro. Mi piel de repente fue dos talles menos de lo que mi cuerpo exigía. Me acerqué medio paso y dejé que toda su mano me acariciase, e hice un poco más de presión sobre la que tapaba los ojos. Ella jugaba a zafarse de mí y haciéndose “la nenita asustadiza” y fingiendo lloriquear. ¡Me quiero ir! ¡Me quiero ir, soltame! ¡Dejame ir por favor! ¡Le voy a contar a mi mamá!
La máquina de torturas de repente cedió su tensión y todo mi cuerpo se volvió gelatina tibia. Caí sentado sobre la silla, eché la cabeza hacia atrás y cuando volví en mí, usted estaba aquí con ellos.


No me mire así, póngase en mi lugar. Hablemos de hombre a hombre. Por unos minutos deje de ser su padre, y seguro me entenderá.

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viernes, 6 de febrero de 2009

Ella

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Los rayos de sol se filtraban por las rendijas de la persiana, y las motas de polvo flotaban en la habitación con ese efecto mágico en el que me gustaba creer cuando era chico.
-¿Por qué no me lo dijiste antes? -le pregunté sin más. Tomé de la mesa de luz su paquete de cigarrillos y encendí uno, con el remordimiento venidero de quien retoma un viejo vicio, una mala compañía olvidada a la fuerza en una esquina cualquiera.
-Tenía miedo -respondió sin mirarme, con la vista fija en el techo.
-¿Miedo de qué?
-De que me dejes.
Di una pitada al cigarrillo. Apoyé la mano sobre mi abdomen y observé: el humo pasaba de un color gris difuso a un azulado tenue cuando cruzaba los rayos de luz, mientras subía hacia el cielo como cintas. El silencio en el cuarto se volvía denso y pegajoso como un copo de azúcar. Allá afuera, la vida alegre de domingo por la mañana había empezado. La gente estaría en las panaderías, en los almacenes planeando el almuerzo en familia, yendo a comprar el diario con el perro, subiendo a sus autos para ir a pasear ¡con el día tan lindo que hace! Mientras nosotros, dos cuerpos desnudos y tibios sobre una misma cama que se enfría.
-¿Entendés que no es justo, no?
-La vida no es justa.
-No te extralimites ni me tomes como a un idiota -le dije en voz baja y fue como darle una bofetada a una momia.
-No fue mi intención.
-Pero me mentiste, te burlaste de mi confianza y me mentiste como a un chico.
-Entendeme mi amor, no sabía cómo lo ibas a tomar…
En vez de pedírmelo, estiró su brazo por sobre mi pecho y alcanzó el paquete de cigarrillos. Cuando hacía el movimiento inverso, con el codo rozó mi tetilla y me generó una sensación extraña, particularmente indebida, ahora.
-Yo quería contártelo pero no me animaba.
-¿Y por qué lo hiciste? ¿Por qué justo ahora? -mis palabras se aceleraban, despertaban del letargo viscoso del asombro. Ella parecía meditar las respuestas, moldearlas con la lengua y eso generaba en mi desconfianza pura.
-¿Por qué después de nuestra primera cama? -insistí.
-Ahora ya no tiene importancia -dijo y suspiró.
Moví de lado la cabeza sobre la almohada y vi su mejilla, lisa como la seda y noté como la mandíbula se le marcaba en ele debajo de la oreja; la nariz en punta parecía querer oler el techo.
-¿Querés que me vaya?
-No.
No supe qué hacer. Me cubrí con la sábana no sin algo de pudor y apagué la colilla en el cenicero que había puesto sobre mi pecho. Levanté nuevamente la sábana y eché una ojeada rápida, todo parecía estar en su lugar y sin problemas. Volví a cubrirme. Ella seguía completamente desnuda e inmóvil. Única y perfecta en su no hacer. Por momentos el silencio lo envolvía todo. Podía oír las hebras de tabaco crepitar cuando ella pitaba su cigarrillo.
-Me duele -dijo.
-¿Mucho?
-Un poco, mejor voy al baño.
La vi levantarse e ir al baño con sus piernas larguísimas; el pelo negro caído sobre los hombros y el humo de su cigarrillo que iba quedando detrás, una estela de misterio condenada a la evaporación. La cama se volvió enorme entonces .Una pequeña mancha de sangre del tamaño de una moneda, lacrada sobre la sábana blanca; un rastro que sólo era para mí. Tosí con fuerza convulsiva. El tabaco renegaba en mi organismo sano como hacía casi dos años. Encendí otro como un acto de rebeldía adolescente anacrónica, de autoflagelación deliberada. Pité una vez y miré la punta del cigarrillo, examiné la brasa naciente como solía hacerlo cuando era fumador, como si quisiese volver al pasado y escurrir el presente por la rejilla.
Ella volvió del baño. Se recostó en su lado de la cama y recobró la misma postura de antes: boca arriba, las manos sobre el abdomen con los dedos entrelazados.
-¿Entonces? -pregunté.
-¿Entonces qué?
-¿Entonces por qué no me lo dijiste?
-Te lo dije. Ahora ya te lo dije y no hay nada que podamos hacer, ni vos ni yo para que las cosas cambien.
-¡Porque ya cambiaron! -asentí con más bronca que ironía y me arrepentí al instante. Fui la rata que estranguló la trampera, demasiado lenta para escapar, demasiado enceguecida para alejar su hocico del peligro.
Ella se calló y yo me sentí un idiota, un perverso. Quise convertirme en ropa de invierno durante los meses de verano, depositada y olvidada en lo alto de un armario por un buen tiempo. Me quedé inmóvil, controlé cada músculo del cuerpo hasta llevarlo a la inactividad absoluta, salvo el corazón, que latía acompasado mientras la estupidez que había dicho quemaba sobre él y sobre el suyo, como aceite hirviendo debajo de nuestras pieles.
-Disculpame, de verdad no quise -intenté enfriar la situación y fue como querer solucionar el hambre de África con un grano de arroz.
-Yo tampoco quería. Ahora se que sos vos, todos mis miedos.
Se levantó de la cama y empezó a vestirse. Yo seguía recostado con la mirada petrificada sobre el ventilador de techo, como si estuviese haciendo fuerza para encenderlo con la mente. Pité el cigarrillo, que ya se iba acabando, y la ceniza cayó sobre mi pecho aún encendida ¡y la reputa madre que me parió! Ella pareció no notarlo, ni notarme en la habitación estéril. Con la ropa interior ya puesta, se calzó el jean parada de espaldas a mi y noté cómo sus glúteos se adaptaban a la tela y adquirían una redondez pretensiosa. Tuve el inicio de una erección que censuré al instante; un baldazo de agua mental, helada y represora directo a mi calentura.
-Dale no te vayas. Es que todo esto me tomó por sorpresa. No es que sea un demorado mental o un troglodita, pero no dejo de imaginarme… no puedo no imaginarte como antes.
No sabía ni lo que decía, las palabras llegaban puras a mi boca, las poseía el Demonio del Poco Tacto y salían escupidas como pedazos de vidrio estallado debajo de la lengua. Ella ya estaba vestida, en cuclillas y buscaba algo. Yo no podía moverme. Mi cuerpo era una vía de tren abandonada, en un pueblo olvidado hasta por Dios. Ella se incorporó y me miró, no se si encontró lo que buscaba. Sus ojos se enrojecieron. Unos milimétricos dedos filamentosos y sanguinolentos los sostenían en sus órbitas. Su mirada penetró en mi vida de pueblo fantasma como una flecha que atraviesa el corazón de un recién nacido. Sentí el pánico del amor cuando se va. Todos los miedos se agitaron dentro de mi. El gusto agrio de la cobardía, el implacable deseo de lastimar del lastimado, el miedo sobre el miedo y los pronósticos opresivos.
-Antes, cuando eras… diferente: ¿estuviste con algún.. con otro hombre? -le pregunté a sus ojos, y contestó toda ella.
-Si, me acosté muchas veces con uno. Pero no te preocupes, se murió hace un mes.

martes, 16 de septiembre de 2008

No despiertes

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Sigue tus pasos, patea los adoquines contra las ventanas en la siesta de la tarde.
Sé alaridos que me lleguen desde cerca. Araña mi garganta con el whisky que me invade.
No tiembles en mis miedos, lacera mi carne endurecida.
Impresiona con tus horrores, martiriza las mañanas y por las noches duerme siniestra.
Corre con desenfreno, estréllate contra todas las esquinas, y nunca estaré a la vuelta.
Estoy dentro.
Sigue así mujer dormida
-
.NT es tuyo.

viernes, 8 de agosto de 2008

No.

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No me has dedicado ninguno de tus desvelos.

No he probado la sal de tus lágrimas de escándalo.

No has impregnado con tu desolación mi piel.

No he plantado los filos debajo de tus pies.

No has querido ver cicatrices donde rebrotan mis caminos heridos.

No he saboreado tu desasosiego.

No te has perdido en mis vacíos sin descanso.

No me he filtrado por la rendija de tus encierros.

No me has asfixiado con tus cadenas de egoísmo.

No he mortificado tu pasado.

No me has supuesto adonde preferías.

No he estallado en ninguno de tus alaridos.

No intoxicas mi presente imprudente.

No provoco tu ahora indecente.

No he encontrado tu pérdida.

No encontrarás la mía.

No lo haré.

No lo harás.

Y hasta aquí llegamos. ¿Y ahora qué?

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Aún espero verte arrimar sin aviso, como la niebla en tantas mañanas que me arrancan el sueño.
Mi amor propio, tu ajeno amante, ahora me envuelve con sus manos de castigo por haberle creido.
Y ahí estás, en alguna parte de mi orgullo.
Vendrás.

--

La noche no terminaba de cerrarse y él, bajo el peso de su soledad: esa tortuga gigante que eligió su espalda para vivir. Las patas delanteras abrazaban su pecho, uñas clavadas en cicatrices con bordes rugosos, costras viejas entre carne y costillas, las patas traseras rodeaban su cintura y la boca desdentada y con mandíbula filosa le mordía el cuello por la nuca permanentemente, para recordarle su misión, llevarla donde sea que sus piés eligiesen. No había opciones salvo por momentos ignorarla y sentirla parte de uno mismo, como si lo anterior hubiese sido una disociación involuntaria del cuerpo y el alma, del querer y del no poder. El tiempo pasaba y él envejecía, la espalda dolía en cuotas cada vez más altas y la soledad que engorda día tras día. Las piernas reniegan por turnos, cansadas; el aliento aspero es cada vez menor y la respiración en su pecho se desinflaba como globo viejo. Seguía porque había que seguir, porque el látigo de la vida así lo exigía.

martes, 27 de mayo de 2008

Imaginar

Me gusta imaginarte imaginándome llegar, esperando el momento mágico de tenerme así de cerca, a una bocanada de aire, conteniendo tu ansiedad, con la mirada atenta y con tus dedos inquietos jugando en los bolsillos.

Me gusta imaginarte imaginándome abrazarte, tirando tu cabeza hacia atrás, de brazos que rodean mi cuello y de alegría incontenible que alimenta nuestro momento.

Me gusta imaginarte imaginándome besándote, lentamente, llegando a la profundidad donde ambos conocemos el sabor del pecado y embriagados por esa sensación de plenitud nos olvidamos del tiempo y creamos nuestro propio reloj de arena mojada.

Me gusta imaginarte imaginándome durmiendo, con tus brazos en mi pecho y tu cara de terciopelo rozando la mía, entre sábanas de pasión fundida y cansancio dulce.

Me gusta imaginarte imaginándome desapareciendo, devolviéndote tu mundo imperfecto y entre sombras dejando mi estela de prófugo sin agenda, de culpable de mi propia inocencia por no saber decir las cosas.

Me gusta imaginarte imaginándome.

domingo, 18 de mayo de 2008

Prudencia

Toda prudencia debe tener necesariamente una fecha de vencimiento. El placer en estado puro no se hace esperar, pero ignorar su latencia sería como raspar un vidrio roto contra un pizarrón sin apretar los dientes. Empezar es lo difícil, el resto sale como una meada tardía, fluida y directa al inodoro de las pasiones que todo se traga con un simple botón que se aprieta, a veces gatillo.

Punto Ciego

El primer paso del hombre hacia la felicidad consiste en resistir ante su propia existencia –todo lo que hizo, hace y posiblemente hará-. Pero no tomemos a tal resistencia como la concepción de una obra maravillosa en la vida con un golpe de palmas que se repite a través de los años, sino al cúmulo de momentos de gracia, en que podemos entrar en ese PUNTO CIEGO donde uno no es atacado por los demonios de la irracionalidad –que colman el espíritu pero también lo queman- ni por la casta moral que nos arroja en el camino de los buenos – que tranquiliza pero no colma-.

La resistencia al displacer es mucho más que la generación o el consumo automático de un poco de placer moldeado por la ética y las buenas costumbres, tal como nos vienen acostumbrando desde que nacemos. El hombre se empeña en justificar y de ahí en construir su filosofía adecuada a la norma que más le conviene; y nunca pierde el sabor a rancio, ni su condición de insuficiencia.

Lo desconocido: o lo negamos o lo teorizamos; pero nunca dejamos que descanse en paz en el terreno de nuestra propia ignorancia. ¿O cuando éramos muy chicos no éramos más felices que ahora adultos, a pesar de desconocer?

Cuando la desfachatez y la inconsciencia se alían para evitar el elemento represor de la moral, de lo que está bien y lo que está mal, se abre la maravillosa puerta de entrada al Punto Ciego, al sentir pleno, al Ser Animal que constantemente reprimimos, al instinto en toda su pureza. Ese PUNTO CIEGO que nos permite ser dioses y dueños del universo por unos instantes, colmado de jueces y verdugos extremadamente corruptos que se burlan de las faltas pero nunca las condenan, salvo el vívido recuerdo que alimenta la culpa que a posteriori nos aguijoneará el cerebro y nos obligará a prometer en vano “nunca más”. El Punto es ciego porque nunca ve, no lo necesita. Debería llamarse ciego, sordo y mudo. Carece de los cinco sentidos naturales y posee uno solo, que contiene a todos los demás y a muchos otros que aún no fueron descifrados y opera directamente en algún sector privilegiado de nuestro cerebro, invención y propiedad absoluta de las neuronas más malignas e inmortales. Siempre he sido un inmoral.

División

Faltaban seis minutos para las siete de la mañana. Desperté cansado, con el agotamiento típico que sucede a una noche pasional y con una modorra que me absorbía el alma. Amanecí solo. Una vez más los sueños alteraron mi descanso y se regocijaron al yo abrir los ojos y entrar en ese estado de confusión mental: ¿Fue un sueño o realmente lo viví? Encendí un cigarrillo e hice varios esfuerzos por recordar. Al principio sólo eran sensaciones, no llegaban a mi mente imágenes. Sensaciones placenteras, lujuriosas. Pasé la lengua por mi labio superior y quise “recordar” la boca que me había besado… en vano. Lo intenté perdiendo la poca paciencia que se desperezaba lenta al la par de mis huesos en resurrección, y una y otra vez, los ojos cerrados mirando hacia el misterioso laberinto interior donde siempre me pierdo. Un beso es tal vez el recuerdo más vívido que uno puede tener de otra persona. No era el gusto de mi boca, era de nuestra boca. Inhalé profundamente y el aire matutino golpeó a mis pulmones maltratados por el humo del tabaco. Así permanecí más o menos media hora, con los labios un tanto irritados tal como sucedía luego de las batallas de besos interminables que tantas veces libré y con la sensación genital inconfundible que precede al sexo.

Silencio y oscuridad en la habitación. Mi cuerpo desnudo yacía bajo las sábanas y yo no podía despegarme de mi terquedad por querer recordar lo soñado (o lo vivido). Digamos soñado, ya que si hubiese sido real no debería tener tantos problemas para recordarlo. No era la primera vez que me costaba diferenciar el lado real de su opuesto. De repente decenas de imágenes cayeron en una seguidilla interminable sobre mi consciencia como un castillo de naipes de acero y bordes afilados que se derrumban sobre mi cabeza, uno as uno clavándose sobre lo poco de cordura que restaba en mi. Eran SUS ojos, pero también eran los ojos de ELLA. Ojos claros que me miran, ojos oscuros que me ven. Eran sus manos algo torpes que recorrían mi pecho y presionaban mis tetillas hasta hacerlas endurecer, también eran sus manos dóciles que acariciaban mi cara mientras su boca se fundía en la mía. Mi cuerpo se estremece, me estiro boca arriba sobre la cama con los brazos abiertos en cruz. Sus piernas rozaban las mías mientras que las de ELLA se entrelazaban por debajo. Las dos se ignoraban mutuamente y ni siquiera una sola vez se tocaron. Mi excitación era llevada de la mano por sus gemidos de placer y por el jadeo de palabras de amor de ELLA. Cualquier hombre de la media fantasea con una noche de placer con dos mujeres bonitas, no era este caso. No porque yo escape a la (a)normalidad del sexo masculino, sino porque eran como dos sueños que corrían en paralelo liquidando mi cordura y llevándome al límite del placer egoísta. ELLA ardía convulsivamente sobre mi, con su cabeza echada hacia atrás mientras mi lengua se atrevía a SU sexo y entre gemidos y obscenidades pertinentes la herejía de lo prohibido nos desarmaba entre gritos y besos. Tomé sus caderas con fuerza y embestí con furia buscando el límite. SU cara me miraba con ojos cerrados mientras mordía su labio inferior y SUS uñas se clavaban en mi espalda mojada. Cayó el pelo a los costados y ELLA mostró su nuca que se movía al ritmo de mis movimientos rápidos. Las manos se aferraban a las sábanas y los gritos iniciales pasaron a ser gemidos cortos ininterrumpidos que iban subiendo de tono y velocidad. Llegué al clímax como nunca antes, intentar describirlo sería malgastar tiempo y palabras. Llegamos juntos. SU gemido final se encontró con el gemido de ELLA y juntos liquidaron la poca cordura que se alejaba de mi como un recuerdo insignificante lo hace a través del tiempo.

SUS ojos se abrieron llorosos y encontraron los míos que se desplomaban en caída libre, como todo mi cuerpo, sobre el SUYO. Los ojos de ELLA se volvieron hacia mí y me vieron acomodarme a su lado, extasiado.

Las dos me observan morir en silencio mientras mi sangre dibuja manchas sobre las sábanas blancas, lágrimas magenta que se liberan de mis venas. Cada gota contiene un error, una justificación y un dolor nuevo. Ellas no hablan, sólo me miran; ya no lloran, ya no ríen, nada bueno ni malo en sus vidas estaba asociado a mi persona. Yo quería decirles todo, despedirme, acariciarlas, abrazarlas, sentirlas y besarlas por última vez… disculparme.
Mi egoísmo impensado le cede el paso al frío mortal.

Sueño

Soñé con gente enmascarada, una noche oscura que desparramó a todos ellos a mi alrededor en una danza protagónica circular que los confundía a unos con otros. De mi cuerpo brotaban llamas que se ofrecían a las estrellas y sus reflejos me impedían distinguir sus cara, aunque los conocía a todos.
Pasé las manos por mis ojos que ya empezaban a chamuscarse y mi visión se desenfocaba como a través de un vidrio sucio.

El dolor pertenece al pasado.
Te vi, en un momento te vi y te perdí.

Sentía el cuerpo rígido, los músculos contraídos al máximo , la mandíbula apretada y oía el crepitar de cada una de mis células, un sonido similar al que produce arrugar suavemente una lámina de papel de aluminio. Sólo podía mover la cabeza a los lados para buscarte, la ronda de personas seguía ahí, expectante, entre ellos reían y cuchicheaban, pero mi piel al chamuscarse chillaba como una chicharra perezosa al comienzo del verano y distorsionaba tales susurros maliciosos. Y no te encuentro y me desespero. El olor a pelo quemado me produce náuseas falsas que por un momento me distraen; ya no tengo estómago, imposible vomitar. Estarás rondando por detrás, confabulando con otros lobos que solían divertirme a mi también y reir con mis payasadas de ocasión. La carne de mi boca se quema y se adhiere a los huesos faciales, los dientes hierven pero no ceden. Las risas aumentan y mis oídos –ahora librados de orejas- escuchan con claridad, y no te escucho.
Por un instante dudo si aun estarás, pero como desde el primer día puedo presentirte más allá de mis cinco sentidos -sin sentido- que te acunaron a mi lado. Sólo a quienes tengo en frente veo quitarse las máscaras y arrojarlas con malicia sobre mi, pero intuyo que todos estarán haciendo lo mismo porque recibo golpes en todo mi cuerpo que, al haberse quemado los músculos de las piernas, me obligó a caer de rodillas y la gente se agigantó ante mi, algunos vivaron y sus sombras crecían aun más. Se quitaban las máscaras con burla y me las arrojaban, y debajo de estas no había caras, sino más máscaras, en cantidades interminables que iban cayendo en forma anacrónica sobre mi cuerpo que ya era un montículo de algo indescriptible que ardía sin gloria alguna. Te busco, quiero verte, olerte una vez más por mis huecos nasales y no lo logro. Un curioso que pasaba por el lugar escupió sobre mi con un fingido desprecio y su esputo se evaporó casi al tocar mi piel. Las risas mutaron en canciones de hienas impiadosas y en alaridos que se multiplicaban. Yo ya me estoy yendo y entre ellos se miran con desconfianza, uno a otro, a los lados y por sobre el hombro; habrá que buscar a alguien más, el círculo no debe quedar vacío o los asfixiará con sus propias miserias, ahí donde el fuego nunca arderá sobre el fango de la ciénaga existencial que domina las almas de los perversos. Mientras debatían, desconfiaban y cuidaban sus espaldas, un perro se acercó a mi, olisqueó las cenizas de lo que yo había sido y orinó con elegancia y un equilibrio en tres patas casi artístico sobre ellas. Tu voz llamó al can con voz despreocupada y fuiste la primera en largarte de ahí.

Diecisiete de Febrero

Diecisiete de Febrero. Un nuevo aniversario se cumple y todo lo que soy se lo debo a esa mujer que me cambió la vida en un instante y para siempre. Son casi las ocho y el sol de verano deja caer lentamente su párpados y baja en el horizonte a despertar a la luna. Un horario prematuro para cenar, pero nos gusta mucho meternos es la cama temprano y entre caricias y noticieros tragicómicos disfrutar de nuestra intimidad, fantasear sin respiro.
La cena la cociné yo mismo, como un ritual para esta fecha sagrada. Dispuse la mesa de la mejor manera que un hombre puede llegar a hacerlo después de tantos años de convivencia con una mujer detallista y prolija. Velas, copas de cristal, media luz, vino tinto y sólo nosotros. Ella está tranquila, un poco cansada tal vez pero con la mirada serena y firme que tanto le admiro; una serenidad implacable que contiene ríos furiosos y praderas al sol en una cálida tarde de otoño. Yo estoy un poco nervioso, cuidando cada movimiento para que nada desestabilice esta perfección, y sobreprotegiendo el clima de unión eterna. Cuánto disfrutamos estos momentos!
Luego de las palabras endulzadas con la miel de los que se aman, como siempre, empiezo a hablar de trivialidades y hacer chistes de risa fácil y vivo en su sonrisa y respiro en cada destello brillante que nace de sus dientes y me hundo en sus ojos negros, profundos. Agotaría todos mis instantes sólo para perpetuar esa risa a veces estridente y otras tantas tímida como niña de quince ante su primer beso.
Algo anda mal, el aire está levemente viciado y no quiero descubrir lo que para ninguno de los dos ya no es un secreto. Pero no puedo, y trato de evitarlo; me acomodo en la silla, le ofrezco más vino y ella me mira en silencio. Enciendo un cigarrillo y trato de buscar una excusa para levantarme un instante de esta silla porque el cuerpo me quema como si un rayo –de la culpa- hubiese caído sobre mi cabeza; no la encuentro y ella lo sabe.
-Otra vez Martina verdad, es que nunca vas a dejar de recriminármelo?- sencillamente exploté y me arrepentí al instante de ese exabrupto, como suele sucederme en los momentos de grandes tensiones, disparar sin apuntar primero, gritar sin merecer ser escuchado y con el cerebro en corto circuito. En cambio ella me miraba, la cabeza apenas ladeada hacia la derecha, los ojos un tanto entrecerrados pero no por ello disminuidos. Traté de serenarme y de arreglar todo este embrollo que había ocasionado pero sentía que todo lo que fuese a decir era inútil o fuera de lugar. Me esmeré por encontrar las palabras y el tono adecuado pero no lo conseguí.
-Amor, yo no tuve la culpa de lo que pasó –quise en ese instante morir estrangulado por mis propias cuerdas vocales, ese sentimiento de avestruz que no encuentra un hoyo donde esconder su cabeza y desaparecer del mundo del peligro.
Ella seguía observándome y pude notar una lágrima deslizarse por su mejilla derecha; bajaba como un caracol perezoso que no entiende de relojes ni de apuros. Esa pequeña gotita de lástima eran todas las palabras del universo que podía recibir yo, y me encolerizaba a tal punto que mi corazón latía incipientemente contra mi pecho y ese sonido sordo me hacía temblar el alma.
-No lo soporto más, siempre seré el culpable de sus desgracias y esta acusadora sombra cruel me acompañará hasta el día de mi muerte- me levanté precipitadamente y sin siquiera dedicarle una última mirada que pusiese el lacre a esta escena maniática, di un portazo y me fui.
Las dos tumbas quedaron en silencio y en mi boca el gusto a sangre fresca.

Y ARDIMOS

Y ardimos.
Fuego condenatorio que desvela,
y anhela…
Sólo una vez más…

No dejabas de caer,
abrazada a fantasmas sin vida.
Y te hallé corriendo
de las flores de papel,
gracias malgastadas
Incrédulos!

De palabras a la voz,
un espacio y dos cuerpos,
Sonrisas cercanas a un beso.
Energías, simpatías,
claves de lo incorrecto.

Tan simples en lo intenso,
furiosos de cara bella.
Eterna.
Fragilidad y miseria,
guardamos entre los celos.
Pies que sangran y no hacen ruido
mientras evitan el suelo.

Pasiones con lágrimas
en prisiones secas.
La paz que falta
La nada sobre la nada.

Sentimos,
morimos.
Para sentirnos.

Noches en mis miedos
que te los quita todos
Intrigas que se disipan,
sin saberlo
Queriéndolo.

Muros que van cayendo
ahora visten de escalones.
Subir para llegar
Llegar para sufrir
¿y bajar hacia adonde?

Y ardimos.
Fuego condenatorio que desvela
y anhela…
Sólo una vez más…

Puentes

Puentes. Es que nací con la vida partida al medio y siempre necesité de un puente para poder cruzar los amargos ríos de las indecisiones y pasar del lado de las certezas que me esperan en fila india como viejas chismosas de cola de banco.
Si es blanco no es negro o es negro que se arrepintió de su negrura; nunca lo sabré y desconfiaré de todo y de todos porque ya más de mil espadas atravesaron mi corazón y de mi propia sangre están manchados mis pies que siguen firmes dando el paso pesado e incansable del peregrino. Y no hay ciudades ni pueblos, sólo caminos, tierra y cemento apilado y mis huellas se borran tan rápido como soplan nuevos vientos, pero mi esencia queda, e infecta a mi alrededor y lastima. La condena del vagabundo siempre ha sido errar, no poder apoyar la cabeza dos veces en la misma almohada y siempre estar cansado de las miserias que lo acompañan. Y sabe que si encontrase ese maldito puente que lo expulse del lado de los “buenos” ya podría descansar, pero es una ilusión que sólo él sabe que nunca pasará de ser sólo un respiro de esperanza que mantiene su cuerpo en movimiento y lo deja todo atrás, y nunca se vuelve.

TODO BIEN

En ensueños vislumbraba tu mirada
clara en mi noche,
fantasías entre almohadas.
Cataratas de palabras
colman la imaginación,
certeras como la flecha
profundidades del alma.
Miré tus ojos, besé tus manos
nervios que sangran,
clavijas de una estructura
que empieza a ceder.
Y no soy yo quién habla.
sólo escucho.
Muros que se resquebrajan.
Cuestiones del corazón.
Y en cada grieta que nace
el murmullo de mis palabras,
que se filtran derrotadas;
Sin cuerpo ni alma
mueren al cobrar vida
Y me convierten en irrealidad.

Y te vi, al fin
Y fue como volver a la inocencia.
Caminar descalzo
sin temor a los vidrios;
Olvidando todo pasado.
Recordar la felicidad
e inmortalizar el momento
La brisa que acaricia
y que al fin
pasa.
Manos vacías
Nuevamente.
Puños cerrados
soledad del alma.
Ojos puros para
un ser intranquilo.
Demasiado
para ambos.

En silenciosa batalla
los sentimientos se encuentran.
Amantes imaginarios
Andar en las sombras con
el sol que lastima.
No mirar atrás
Y derramar lágrimas por
lo que quedó.
Ser lo que necesites…
O no ser nada.
No necesito saberlo
para sentirme muerto
y tan vivo.

Cambio todo este talento
Por volver a mirar
En ojos que no niegan
En situaciones imaginarias
que perturban.
Esclavizarme a la simpleza
Explorar desde el llano
Comer de tu mano,
renacer.

Poder ser lo que digo
Anclar en el fondo
a la suerte esquiva.
Si hay barcos habrá derivas
Y en mil costas he encallado
tan sobrio y bien mareado
sentí que te ibas.

Imaginarte tan pura
En estos años que van pasando
es para mi tu locura
lo mejor que he guardado

En cada sueño que nadas
mi esencia es agua dulce
Y las mañanas que regalas
a otros, mi cuerpo sufre.
Y se marchita con el tiempo
de los años que nunca nos dimos
Tal vez no digas nada
Tal vez yo no esté vivo.

Campos de jazmines florecieron
en tierras umbrías impenetrables.
Rincones del alma negados,
pasillos inciertos postergados.
Otra puerta que se cierra
y el aroma sigue en el aire;
tan fresco y puro como aquel día
en que supimos al destino
contarle
lo que nunca seríamos
y lo que somos,
los miedos en cámara lenta
maldiciones de este tiempo
que tan fuera me encuentra.

EL PRINCIPIO DEL FIN

De nuevo en las sombras.
Gente siniestra
rodea sin tregua,
cuervos del alma:
aves rapaces
Pelean por mi carne.
Pensamientos crueles.
La destrucción luego
de la reflexión.
Saber lo que soy
y no poder pelear por ello.
La dignidad en una copa
La otra copa vacía.
El atroz encanto…
Aprender a perder
Enseñanza para derrotados.

Y de paso.

Y de paso, como si nadie lo hubiese pensado -o planificado conscientemente- me encuentro nuevamente caminando por el callejón que tantos años atrás juré no volver a pisar y del cual todos los recuerdos, hasta el más insignificante detalle, prevalecen fielmente, impresión en mi memoria, ADN en mi sangre, angustias lacradas al rayo del sol nuevo que en cada muerte inesperada dejaron su mancha de nacimiento.

Las calles son las mismas, un poco más desgastadas, los cordones roídos, las veredas igual de pisoteadas y ese olor a desazón y euforia, a whisky y zapatos gastados.
Justo entonces la duda pone su brazo sobre mis hombros y caminamos juntos mientras hablamos sobre si MI realidad puede volver a ser SU realidad, porque de lo real propio a lo real ajeno existe la misma distancia que encuentro entre un pastel de limón y un frasco de pulguicida. (Las ratas son las primeras en huir, pero también las primeras en volver cuando las aguas se aquietan y el queso rancio empieza a apestar).
Me subo el cuello del sobretodo y sigo caminando despacio, como si el tiempo me sobrase o el dinero no fuese suficiente para llegar a casa y cenar dignamente, estirando cada pisada, como caminando sobre brea caliente a medio secar, convenciendo a cada uno de mis pies para volver a un nuevo paso… viejos caminos con pasos nuevos, pasar por ventanilla y ver nuestro cheque ahí sobre el mostrador, a punto de quedar sin fondos, pero los acreedores son muchos y reclaman en silencio, recordándome mi traición, hundiéndome en mi inescrupulosa conciencia corrosiva que se lleva mi sueño y me regala todo lo que no pudo ser y fue.
Un gato callejero me espera a mitad de cuadra entretenido con su botín de bolsa de basura. Lo veo y me ve, nos observamos fijamente, advertimos nuestra mutua presencia y nos inquieta a ambos pero ninguno cederá su territorio ni su mercancía; en este instante, su hueso de pollo a medio roer es un paralelo de mi historia a medio cerrar.

Estoy cerca, demasiado cerca, a pocos pasos del maldito animal. Nuestras miradas se petrifican. Apenas puedo ver sus colmillos blancos con restos del ave y el puede ver los míos con sangre.
Paso a su lado y las piernas se cansan, los pies encaprichados y no puedo despegarme de su mirada; el animal inquieto, un poco agazapado, con miedo pero sin cobardía, los músculos contraídos, el pelo negro algo erizado sobre el lomo, la mirada fija en mis ojos de lobo estepario.
Pero no es noche de guerra, él y yo lo sabemos y bastante entretenidos estamos rumiando cada uno a su presa.
La vulgaridad es lo más predecible

Las aguas frías te enseñan a nadar rápido

Lo que se presiente no se cuestiona

El camino de memoria a la guarida solo nuestros pies descalzos conocen.

He decidido inmolarme en el silencio de mis palabras ciegas, la noche siniestra me involucra y esta piel de cobra vuelve a ceder ante los antojos de un oráculo criminal.
Desconfiar de la derrota pero más de las victorias por venir. El placer del corazón se apaga, las venas del alma digieren fuegos consecuentes de esta maldición. La paciencia de la consciencia se agota pero estas manos siguen con cadenas.