domingo, 18 de mayo de 2008

Y de paso.

Y de paso, como si nadie lo hubiese pensado -o planificado conscientemente- me encuentro nuevamente caminando por el callejón que tantos años atrás juré no volver a pisar y del cual todos los recuerdos, hasta el más insignificante detalle, prevalecen fielmente, impresión en mi memoria, ADN en mi sangre, angustias lacradas al rayo del sol nuevo que en cada muerte inesperada dejaron su mancha de nacimiento.

Las calles son las mismas, un poco más desgastadas, los cordones roídos, las veredas igual de pisoteadas y ese olor a desazón y euforia, a whisky y zapatos gastados.
Justo entonces la duda pone su brazo sobre mis hombros y caminamos juntos mientras hablamos sobre si MI realidad puede volver a ser SU realidad, porque de lo real propio a lo real ajeno existe la misma distancia que encuentro entre un pastel de limón y un frasco de pulguicida. (Las ratas son las primeras en huir, pero también las primeras en volver cuando las aguas se aquietan y el queso rancio empieza a apestar).
Me subo el cuello del sobretodo y sigo caminando despacio, como si el tiempo me sobrase o el dinero no fuese suficiente para llegar a casa y cenar dignamente, estirando cada pisada, como caminando sobre brea caliente a medio secar, convenciendo a cada uno de mis pies para volver a un nuevo paso… viejos caminos con pasos nuevos, pasar por ventanilla y ver nuestro cheque ahí sobre el mostrador, a punto de quedar sin fondos, pero los acreedores son muchos y reclaman en silencio, recordándome mi traición, hundiéndome en mi inescrupulosa conciencia corrosiva que se lleva mi sueño y me regala todo lo que no pudo ser y fue.
Un gato callejero me espera a mitad de cuadra entretenido con su botín de bolsa de basura. Lo veo y me ve, nos observamos fijamente, advertimos nuestra mutua presencia y nos inquieta a ambos pero ninguno cederá su territorio ni su mercancía; en este instante, su hueso de pollo a medio roer es un paralelo de mi historia a medio cerrar.

Estoy cerca, demasiado cerca, a pocos pasos del maldito animal. Nuestras miradas se petrifican. Apenas puedo ver sus colmillos blancos con restos del ave y el puede ver los míos con sangre.
Paso a su lado y las piernas se cansan, los pies encaprichados y no puedo despegarme de su mirada; el animal inquieto, un poco agazapado, con miedo pero sin cobardía, los músculos contraídos, el pelo negro algo erizado sobre el lomo, la mirada fija en mis ojos de lobo estepario.
Pero no es noche de guerra, él y yo lo sabemos y bastante entretenidos estamos rumiando cada uno a su presa.

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