lunes, 26 de octubre de 2009

Ya he pasado los cuarenta. Deberían empezar los dolores.

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Y de todos los laberintos reales y ficticios que solía encargarse con esmero de constructor, la conclusión, la salida es siempre la misma al final de cada uno. Es toparse una y otra vez con la nítida y triste imagen de su persona: alguien a quién todos merodean como moscas, pero que nadie quiere.

Ya he pasado los cuarenta, deberían empezar los dolores.

Los espero como lo hice con cada cosa que tarde o temprano se atravesó en mi vida: con un poco de ansiedad y una mínima esperanza… por si acaso. Cada pelo está en su lugar, mis rodillas articulan como a los veinte y el pito se me levanta como desde aquella vez, la primera noche que vi a una mujer desnuda. Era un tanto rolliza y brillante, sentada en un taburete, acodada de espaldas sobre la barra de un bar dentro de mi baño y detrás de un nylon protector en la portada de aquella revista conseguida por el difunto David, de contrabando. Mi primera novia fue la masturbación. El primer lechazo al aire antes que el primer beso en la boca. Pegó sobre el plástico a la altura del hombro de la señora inspiradora y chorreó hacia abajo. Pasó por el sobaco y siguió deslizándose arrimado al lado derecho de su cuerpo carnoso y desnudo hasta alcanzar sus pies, dejando un recuerdo de estela de baba de caracol que pasó recién.
Nunca me sentí solo porque jamás estuve acompañado. Un perro no extrañaría volver a maullar, ni a un vómito de sangre jamás se le antojaría regresar a la boca del convulso, llegar hasta el estómago, filtrarse por las úlceras y volver a las venas.
La tristeza es literatura, como el dolor, la melancolía o la sífilis. Mientras el libro permanece abierto, ocupa toda nuestra atención y más, hasta que alguien lo cierra como a una puerta con violencia. Y el fin de las emociones. Mientras tanto las implacables deficiencias humanas forman fila desordenada y estorban como de costumbre: las ganas de comer, cagar, dormir, coger y pensar en cortarme todas las venas.
No deberías haberte ido, olvidaste llevarme y te adueñaste de todas las lágrimas agusanadas que eran para los dos. Lo tendré en cuenta para la próxima, cuando seamos rinocerontes o margaritas.
Utilicé todo este tiempo e hice un castillo enorme de arena, en un mundo de arena con gente de arena. Todos vinieron a verlo, de todas las latitudes fueron llegando. De día y de noche llegaban con sus caballos, poderosos sementales de arena seca; fuertes y relucientes. Las damas con capelinas de arena amasada y los niños con palas y baldes de juguete, se rascaban entre si y se robaban su propia arena unos a otros. La multitud arenosa impresionaba, vivaban y gritaban por mi, me aclamaban casi con desesperación. Ansiedad, nerviosismo, gritos y hasta empujones. Una muchedumbre de arena frente a mi gran castillo vacío. Querían apoderarse de todo. Detrás de sus dientes bien enfilados y relucientes, del rictus de admiración, se agazapaba como un animal rastrero la envidia más pura, la maldad sin diluir. El sol ardía perpendicular sobre sus cabezas de arena. Y decidí salir.
Me convertí en una ola de mar de seiscientos metros de altura, tapé al sol y me detuve a un milímetro de la ensombrecida multitud. Los vi aterrados. Sus bocas de arena se abrieron todas a la vez pero nadie pudo decir nada. Aterrorizados, no había sol ni cielo azul. Su horizonte era todo yo y mis millones de litros de agua salada para arrasar con su insignificante y atroz vida de arena, herida, ensombrecida, corrupta y granulada.

Ya he pasado los cuarenta, deberían empezar los dolores.

Uno elige, siempre elige, lo quiera hacer o no. Las justificaciones son una mierda y sólo sirven para tranquilizar a los otros. Y para que yo las odie. Sería abonarme a un suicidio inconcluso justificar ante mi mismo mis actos, no me creería ni el suspiro de ninguna palabra y quedaría en evidencia mi innata estupidez.

La peor de las caídas es la que no termina nunca. Damos vueltas, hacemos arcadas, golpeamos contra las paredes del precipicio que somos, nos desgarramos la carne y hasta perdemos las uñas. Queremos creer que es el mundo el que gira en su descontrol. Uno es su propia caída: interminable y dolorosa, intensa y persistente; hasta llegamos a maquillarla y enmascararla con el antifaz arratonado de la quietud, en los mejores casos con un peregrino y cotidiano ascenso a la montaña de la mierda.

Ya he pasado los setenta, deberían empezar los dolores.

Creer en la justicia de la vida sería como creer que el fuego podría enfriar. Es tranquilizador saber desde chico que no vine a este mundo para nada en especial y que cada día no es más que un placebo de diferente gusto que el de ayer y el de mañana. Me hubiese encantado derretirme sobre un libro de esos románticos que solía leer en mi adolescencia tardía. Pero siempre despertaba. Días tras día volvía a ver el techo de mi cuarto y a un costado: y ahí mi libro encantado y acá yo. Otra vez. Hubiese sido príncipe o dragón, rey o mancebo, acalladas risas nocturnas o lágrimas de emoción. Nada de todo eso me pertenecía. Mi propia imaginación lo devolvía todo, como si fuese prestado por no se quién. Y cada mañana fui perdiendo sin querer la inocencia. Cada nueva vez me dolía un poco más volver a abrir los ojos.

Ya he pasado los cuarenta. Deberían empezar los dolores.

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martes, 20 de octubre de 2009

No tientes a la Asfixia

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Cuando la culpa te carcoma los huesos y la tristeza abrace tus hombros con su brazo helado, para acompañarte adonde quiera que tus profundidades te absorban. Te rodeará en silencio como el mar al que se ahoga.
La aflicción se apoderará de tu carne y tus sentidos. El consuelo flotará invisible dentro de una burbuja de detergente que refleja el sol de los otros, y estalla delante de tus ojos. Y arden. Y todo se vuelve confuso y viscoso. Te sobra el mundo, la piel, tus zapatos y las uñas.

No tenés nada, ni soledad.

Te sobra el mundo, la piel, tus zapatos y las uñas.
Apoyás la mano en el espejo para reconocerte. Tu imagen es el recuerdo de un trapo sucio que pasó por ahí hace mucho, una baba reseca y estirada.

No grites. No tientes a la asfixia
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Cuando Vos.

Cuando me enojo como niño. Cuando pienso con los pies. Cuando siento y debo pensar. Cuando pienso y debo sentir. Cuando hablo con la boca llena de esquirlas de fuego. Cuando asoman los demonios. Cuando nacen los miedos. Cuando pierdo la cara entre mis manos. Cuando soy lágrimas que se persiguen en mis mejillas. Cuando mi alma desaparece. Cuando me lleno de vacío. Cuando me convierto en susurro. Cuando me derrito de amor.

Cuando siempre. Estás a mi lado.