domingo, 18 de mayo de 2008

Diecisiete de Febrero

Diecisiete de Febrero. Un nuevo aniversario se cumple y todo lo que soy se lo debo a esa mujer que me cambió la vida en un instante y para siempre. Son casi las ocho y el sol de verano deja caer lentamente su párpados y baja en el horizonte a despertar a la luna. Un horario prematuro para cenar, pero nos gusta mucho meternos es la cama temprano y entre caricias y noticieros tragicómicos disfrutar de nuestra intimidad, fantasear sin respiro.
La cena la cociné yo mismo, como un ritual para esta fecha sagrada. Dispuse la mesa de la mejor manera que un hombre puede llegar a hacerlo después de tantos años de convivencia con una mujer detallista y prolija. Velas, copas de cristal, media luz, vino tinto y sólo nosotros. Ella está tranquila, un poco cansada tal vez pero con la mirada serena y firme que tanto le admiro; una serenidad implacable que contiene ríos furiosos y praderas al sol en una cálida tarde de otoño. Yo estoy un poco nervioso, cuidando cada movimiento para que nada desestabilice esta perfección, y sobreprotegiendo el clima de unión eterna. Cuánto disfrutamos estos momentos!
Luego de las palabras endulzadas con la miel de los que se aman, como siempre, empiezo a hablar de trivialidades y hacer chistes de risa fácil y vivo en su sonrisa y respiro en cada destello brillante que nace de sus dientes y me hundo en sus ojos negros, profundos. Agotaría todos mis instantes sólo para perpetuar esa risa a veces estridente y otras tantas tímida como niña de quince ante su primer beso.
Algo anda mal, el aire está levemente viciado y no quiero descubrir lo que para ninguno de los dos ya no es un secreto. Pero no puedo, y trato de evitarlo; me acomodo en la silla, le ofrezco más vino y ella me mira en silencio. Enciendo un cigarrillo y trato de buscar una excusa para levantarme un instante de esta silla porque el cuerpo me quema como si un rayo –de la culpa- hubiese caído sobre mi cabeza; no la encuentro y ella lo sabe.
-Otra vez Martina verdad, es que nunca vas a dejar de recriminármelo?- sencillamente exploté y me arrepentí al instante de ese exabrupto, como suele sucederme en los momentos de grandes tensiones, disparar sin apuntar primero, gritar sin merecer ser escuchado y con el cerebro en corto circuito. En cambio ella me miraba, la cabeza apenas ladeada hacia la derecha, los ojos un tanto entrecerrados pero no por ello disminuidos. Traté de serenarme y de arreglar todo este embrollo que había ocasionado pero sentía que todo lo que fuese a decir era inútil o fuera de lugar. Me esmeré por encontrar las palabras y el tono adecuado pero no lo conseguí.
-Amor, yo no tuve la culpa de lo que pasó –quise en ese instante morir estrangulado por mis propias cuerdas vocales, ese sentimiento de avestruz que no encuentra un hoyo donde esconder su cabeza y desaparecer del mundo del peligro.
Ella seguía observándome y pude notar una lágrima deslizarse por su mejilla derecha; bajaba como un caracol perezoso que no entiende de relojes ni de apuros. Esa pequeña gotita de lástima eran todas las palabras del universo que podía recibir yo, y me encolerizaba a tal punto que mi corazón latía incipientemente contra mi pecho y ese sonido sordo me hacía temblar el alma.
-No lo soporto más, siempre seré el culpable de sus desgracias y esta acusadora sombra cruel me acompañará hasta el día de mi muerte- me levanté precipitadamente y sin siquiera dedicarle una última mirada que pusiese el lacre a esta escena maniática, di un portazo y me fui.
Las dos tumbas quedaron en silencio y en mi boca el gusto a sangre fresca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola, realmente te felicito, un placer leer lo que escribir, muy bien escrito


saludos
k
de drago