martes, 10 de febrero de 2009

Adivinanzas Ciegas

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Yo le voy a contar a usted lo que pasó, pero le voy a pedir que no me fume acá adentro; es una cuestión de salud. Y de respeto ¿vio?
Estoy seguro de que todo fue planeado por la madre, a mis espaldas, a la suya y a las de todos. Cuando éramos chicos decía en el barrio que era mi novia y yo me lo pasaba desmintiéndolo: ella era más grande y usaba aparatos, imagínese. De adolescentes coincidíamos en la escuela y éramos parte del mismo grupo de amigos. Luego ella se casó y yo me mantuve soltero; pero sé que aún perdura esa añeja atracción hacia mí, por eso hizo lo que hizo.
-Te traigo a esta burra que tenés de sobrina a ver si aprende algo con vos, porque los maestros ya no saben qué hacer, y me va a repetir el grado si sigue así. Mañana tiene prueba de lengua y a duras penas sabe leer y escribir. Hacé lo que puedas, llamame cuando terminen, y vos: ¡prestá atención y hacele caso eh!
Entramos. Nos sentamos en la sala. Ella puso la carpeta sobre la mesa pero no la abrió. Sólo me miró y vi en sus ojos la expresión de un niño que hizo o que está a punto de hacer algo incorrecto. Dobló una pierna y colocó el pie por debajo del muslo de la otra, como en posición de indio a medio terminar. Su rodilla relucía y no se le veía ni un solo pelito en la pierna, tan lisa.
Prueba de lengua, a ver. Las palabras treparon por su garganta rápidas y desordenadas, como hormigas coloradas que desmenuzan el cadáver de un insecto.
Análisis sintáctico y comprensión de textos breves, nada del otro mundo. En un ratito te lo explico, practicamos un poco y listo, no hay de qué preocuparse le dije. Ella sonrió y vi que también usaba aparatos, o “brackets” como la industria de la moda estética los rebautizó. Se enderezó en la silla y estiró hacia abajo la remera blanca que llevaba puesta, que a mi entender era un talle menos del que le iría, porque se veía muy ceñida y marcaba unos delicados senos jóvenes que habían despertado al crecimiento hacía muy poco. Imaginé los pezones indefinidos de niña debajo de la remera, suaves como pétalos e inevitablemente empecé a excitarme. Me contuve.
Le expliqué la diferencia entre modificador directo e indirecto, los diversos tipos de sujetos, el uso de los adverbios… pero no me prestaba atención. Acodada sobre la mesa, el mentón apoyado sobre la palma de la mano y con aire distraído miraba lo que yo escribía… y a mí. Con un dedo enrulaba incansablemente un mechón de pelo. Y a decir verdad, a mi también me estaba aburriendo la situación.
Recreo.
Prueba de lengua. Esas palabras seguían carcomiendo al moribundo insecto de mi sensatez. Prueba de lengua, prueba la lengua, prueba mi lengua. Mientras la remera blanca se le ajustaba un poco más y los pechos de niña crecían otro centímetro hacia mí.
Propuse un juego de adivinanzas. Ella se animó de repente, y claro, ¿a qué chico no le gustan los juegos? Se llama El Juego de las Adivinanzas Ciegas. Es muy sencillo: dos personas: una cierra los ojos y la otra pone un objeto en la mano de la primera, y tiene que adivinar de qué se trata. Empecé yo. Ella puso en mi mano un pequeño elefante de porcelana que tomó de la repisa y adiviné rápido. Era su turno entonces. Cerró los ojos y con una sonrisa pícara extendió su mano con la palma hacia arriba. Busqué sobre la mesa algún objeto pero nada me convencía. Miré hacia abajo y vi sus shorts, coloridos y bien calzados, estampados con unos personajes de Disney o algo similar. Ojotas playeras amarillas en los pies.
Saqué de mi bolsillo un pequeño cortaplumas que suelo llevar por si acaso y se lo puse en la mano. Ella se lo pasaba de una mano a la otra sin decir nada. Mmm es de metal y está tibio… pero no avidinaba. Mmm a veeeer; un encendedor dijo. Y perdió. ¿Cuál es la prenda? No hay prenda, jugamos por jugar le dije. Ahora es mi turno. Cerré los ojos y extendí mi mano. Ella la tomó con las suyas y cada célula de mi cuerpo recibió una descarga de adrenalina, no lo esperaba. Ciertos encuentros físicos son como sustos. Toqué piel áspera, aun me duraba la conmoción del primer contacto y no pude distinguir de qué se trataba. Los dos estábamos en silencio. Ella guiaba mi mano, sólo las yemas de mis dedos tocaban e inspeccionaban en círculo. Yo había adivinado que se trataba de su talón pero le puse un poco de misterio extra a la situación, la disfrutaba, y esperé un par de minutos mientras intentaba sosegar la revolución en mi organismo. En vano.
-Ahora yo. Dijo y estiró su mano. Tenía la palma colorada y brillante de sudor, hacía calor. Acerqué mi silla un poco más hacia ella y esquivé a mi consciencia. Hay momentos en que el hombre deja de ser hombre, para convertirse en un esclavo del instinto, en un robot a cuerda, en un perro adiestrado desde que nació.
-Cerrá bien los ojos. Es la última, si adivinás hay premio. Yo sabía que estaba perdido, que ellas habían logrado su cometido, pero nada podía hacer al respecto. Siempre sospeché de la madre pero jamás me esperé que se vengara de mí a través de su hija. Tomé su mano caliente y cerré yo también los ojos. Tuve que pararme. No abras los ojos o perdés. Sonreía, y sus brackets relucían al resplandor de la tarde que se colaba por la ventana.
De pie frente a ella, atraje despacio su mano hacia mi, hacia abajo. Le di lo que me exigía en silencio con su carita de inocente desde que había llegado. Casi me desmayo al primer contacto, otro susto de madrugada me invadió y se me aflojaron las piernas. Me alejé un poco y sólo con las yemas de los dedos índice y mayor pudo tocarme. Yo dirigía su mano todo a lo largo, de arriba hacia abajo. Paraba, y otra vez igual. No abras los ojos o perdés. ¡No los voy a abrir! Y sonrió nuevamente, pero con lujuria ¿me entiende? Ella disfrutaba tanto como yo. Si eso es lo que había venido a buscar ¿vio?
-¡Es la rodilla! Callé. ¡Es el codo! ¡El hombro! Seguí callado y puse mi mano libre sobre la suya que tapaba los ojos, y presioné. No los abras. Pero perdí… No los abras, tenés una última oportunidad, ¡haceme caso eh!
Mi cuerpo se tensó, me sentí como en una máquina de torturas de antaño, de esas donde ataban de pies y manos al torturado y lo estiraban hasta el desgarro. Mi piel de repente fue dos talles menos de lo que mi cuerpo exigía. Me acerqué medio paso y dejé que toda su mano me acariciase, e hice un poco más de presión sobre la que tapaba los ojos. Ella jugaba a zafarse de mí y haciéndose “la nenita asustadiza” y fingiendo lloriquear. ¡Me quiero ir! ¡Me quiero ir, soltame! ¡Dejame ir por favor! ¡Le voy a contar a mi mamá!
La máquina de torturas de repente cedió su tensión y todo mi cuerpo se volvió gelatina tibia. Caí sentado sobre la silla, eché la cabeza hacia atrás y cuando volví en mí, usted estaba aquí con ellos.


No me mire así, póngase en mi lugar. Hablemos de hombre a hombre. Por unos minutos deje de ser su padre, y seguro me entenderá.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué forma de provocar! Es, además de transgresora, una buena historia contada de forma brillante. Desprendes talento.

L.

Agostina Cánova Kuessner dijo...

Verdaderamente está muy bien escrito, logra conmover al lector hasta la última célula.
Coincido, tienes mucho talento!

Sebastián Olaso dijo...

Una vez más: Qué buen cuento, Leandro.